
En un artículo anterior sobre Diego García de Paredes (1466–1534), conocido como «el Sansón de Extremadura» reflexionábamos sobre algunos personajes de nuestra historia que pese a sus muchas hazañas y a ser considerados héroes en su tiempo, nuestra cultura no ha sido generosa con su legado y son prácticamente desconocidos por las generaciones actuales a diferencia de lo que ocurre en otros países.
No es el caso del héroe que ahora nos ocupa: Rodrigo Díaz de Vivar o tal y como el mismo firma en un documento conservado en la catedral de Valencia, Rudorico. La primera y única referencia hasta ahora directa a Rodrigo Díaz aparece en el Diploma de dotación de la Catedral de Valencia en 1098, donde firma como Ego Ruderico (yo, Rodrigo)
Durante siglos, la figura de Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid (Sidi, del arabe Señor), ha oscilado entre el mito y la historia. Para muchos, sigue siendo el campeador (campi doctor) invencible, el paladín de Castilla que cantan los versos del Cantar de mio Cid. Pero tras esa imagen literaria se oculta un personaje mucho más complejo, inserto en las contradicciones y ambigüedades de la España del siglo XI. Un caballero profesional, forjado en la corte de Sancho II de Castilla, que sirvió a cristianos y musulmanes por igual, que cayó en desgracia en su propia corte, y que encontró en el Levante peninsular la oportunidad de construir su propio dominio.
Este artículo busca recuperar al Cid histórico desde una mirada más crítica y humanizada, lejos de la idealización épica, pero sin despojarlo de su grandeza real. Un hombre de su tiempo, profundamente vinculado a la lógica de la frontera, donde la lealtad, la fe y la identidad eran conceptos más fluidos de lo que la historiografía nacionalista quiso hacernos creer.
Castilla en el siglo XI
La España en la que nació Rodrigo Díaz (1045) era un mosaico de reinos cristianos y taifas musulmanas, unidos por complejas relaciones de guerra, tributo y alianza. Tras la muerte de Fernando I, el mapa peninsular se fragmentó aún más, ya que en vez de respetar el derecho visigodo y leonés que impedía dividir las posesiones reales entre los herederos, Fernando siguió la costumbre navarra de considerar al reino como un patrimonio familiar y lo dividió entre sus tres hijos : Alfonso (León), Sancho (Castilla) y García (Galicia). Este reparto suscitó siete años de luchas fratricidas entre los hermanos, que concluyeron con la reunificación del territorio por parte de Alfonso.
La fuente se menciona en la propia imagen
Castilla, el reino natal del Cid (nacido en Vivar), era una tierra en expansión, de nobleza guerrera y élite militar emergente. La figura del infanzón, noble de menor rango, como era Rodrigo, estaba vinculada a un sistema de honor y servicio donde la movilidad social era posible, pero dependía de la valía personal y del favor regio.
Rodrigo Díaz de Vivar: de vasallo de Sancho a señor de Valencia
Rodrigo Díaz comenzó su carrera como miembro de la corte de Sancho II de Castilla quien le nombró alférez, participando en numerosas batallas donde demostró su valor ganándose el apodo de campi doctor (campeador), probablemente por su valor en combate en campo abierto. Tras la muerte de Sancho en 1072 en el asedio de Zamora, y la unificación de los reinos bajo Alfonso VI, Rodrigo pasó a servir al nuevo monarca, aunque la relación entre ambos fue siempre tensa por la sospecha de que Alfonso hubiese estado detrás de la muerte de su hermano Sancho lo que hubiese dado lugar según algunas obras literarias como el Romance de la Jura de Santa Gadea al juramento que Alfonso tuvo que dar en la iglesia de Santa Gadea de Burgos de no haber participado en dicho asesinato. Dicho juramento nunca ocurrió según opinan todos los expertos y su aparición entre otros textos en el Cantar del mio Cid obedece a pura propaganda y al engrandecimiento de su figura.
Jura del rey Alfonso VI en Santa Gadea. Óleo sobre lienzo de 1864 pintado por Marcos Hiráldez de Acosta. Palacio del Senado de España
En 1081, tras una acción militar no autorizada contra el reino de Toledo (aliado de Alfonso), el Cid fue desterrado. Es entonces cuando comienza la parte más fascinante de su biografía: su servicio como mercenario al rey musulmán de Zaragoza, Al-Muqtadir y, más tarde, a su hijo Al-Mu’tamin. Lejos de ser un traidor, el Cid actuaba dentro de la lógica política de la época, donde la religión no impedía que cristianos y musulmanes lucharan codo con codo si sus intereses convergían.
Tras varios años de campañas exitosas, Rodrigo fue readmitido en la corte castellana, pero sus pasos ya se encaminaban hacia una independencia personal cada vez mayor. En 1094, tras una serie de maniobras militares y políticas, el Cid conquistó Valencia, donde estableció un señorío propio. Allí gobernó hasta su muerte en 1099, no como delegado de Castilla, sino como señor autónomo, en una ciudad plural habitada por cristianos, judíos y musulmanes.
La Historia Roderici, crónica latina cercana a su época, nos ofrece una visión menos idealizada que el Cantar de mio Cid, mostrando a un Rodrigo astuto, ambicioso, y pragmático. No un héroe nacional, sino un caballero fronterizo, capaz de adaptarse y sobrevivir en un mundo cambiante.
Entre el mito y la memoria: el Cid en la posteridad
La transformación de Rodrigo en héroe legendario comenzó pronto. El Cantar de mio Cid, compuesto a finales del siglo XII, reinterpreta su figura desde los cánones de la épica castellana: fiel vasallo, cristiano ejemplar, vengador del honor. Este texto, aunque valioso literariamente, es una reelaboración ideológica adaptada a los valores de su tiempo con evidentes fines propagandísticos.
Durante siglos, la figura del Cid fue moldeada según las necesidades de la memoria colectiva: en la Edad Media, como modelo de caballero cristiano; en la Edad Moderna, como ejemplo de lealtad; y en el siglo XIX, como símbolo del nacionalismo español. Sin embargo, la investigación histórica contemporánea ha permitido rescatar al verdadero Rodrigo Díaz de Vivar, menos heroico pero más humano.
Historiadores como Ramón Menéndez Pidal, aunque defensores de su grandeza, ya reconocieron su independencia política y su capacidad de actuar por cuenta propia. Más recientemente, trabajos como los de Richard A. Fletcher (The Quest for El Cid) han subrayado su condición de señor de la guerra en una España fronteriza, donde las lealtades se medían por la eficacia en el combate y no por la pureza de sangre.
Volver al Cid histórico no significa despojarlo de su interés, sino todo lo contrario. Su vida revela cómo se construyó la España medieval, desde abajo, a base de alianzas, batallas y diplomacia personal si bien en su caso cabe decir que nunca perdió una batalla. Rodrigo fue un producto de su tiempo, y también un actor clave en la configuración de esa España compleja
Rodrigo Díaz de Vivar no fue el héroe monolítico que canta la épica, ni tampoco un traidor al servicio del islam. Fue algo más fascinante: un hombre real, inserto en un mundo de fronteras porosas, donde la supervivencia, el honor y la ambición se entrelazaban.
Desenterrar al Cid histórico es un ejercicio de memoria crítica. Nos permite comprender cómo se construyen los mitos, y qué papel juega la historia en la formación de las identidades. Pero también nos ofrece el retrato de un individuo extraordinario, cuyas decisiones, éxitos y fracasos nos hablan, con más verdad que cualquier cantar, de lo que fue vivir y luchar en la España del siglo XI.
Bibliografía y webgrafía
Historia Roderici. Crónica latina del siglo XII. Ed. Juan Gil, 1973.
Cantar de mio Cid. Edición crítica de Alberto Montaner Frutos, Zaragoza, 2011.
Fletcher, Richard A., The Quest for El Cid, New York: Oxford University Press, 1989.
Menéndez Pidal, Ramón, La España del Cid, Madrid: Espasa-Calpe, 1929.
González Jiménez, Manuel, El Cid: realidad y mito, Madrid: Ediciones Istmo, 2000.
Barton, Simon, La España medieval, Barcelona: Crítica, 2006